miércoles, 5 de septiembre de 2007

Egomorado

Nivel 200

El significado más común del amor hoy en día, es aquel en donde nuestro ego es lo más importante



¿Estás enamorado (a)? Sí contestas que sí, es probable que no lo estés. Al menos si vemos el amor verdadero como algo diferente a lo que nos enseñaron en la escuela de la vida. Ese libreto educativo del amor es el mismo para muchos de nosotros. Nos graduamos en la escuela sentimental del ego, no del amor. Como ya lo mencioné, si contestó que sí es probable que más bien esté confundido. Ud. está egomorado, no está enamorado.



Estar egomorado básicamente es estar enamorado del ego. Es mirar a nuestra pareja como una forma de salvaguardar los intereses del Yo. Intereses que desde luego se originan en una energía que en algún momento tuvo otros propósitos más primitivos, o menos evolucionados. Pero ahora como seres humanos más avanzados que somos, con un cerebro más desarrollado que nuestros parientes más cercanos –los primates- utilizar el amor como una excusa para vernos al espejito como la bruja de blancanieves, es un acto indigno de alguien que tiene neuronas suficientes para pasar al siguiente nivel de enamoramiento.



Y es que así lo llamo yo, el egomoramiento es un nivel inferior de emociones que es superado por el enamoramiento. Este tema es medio enredado, pero pongámonos a pensar en una de las mil variaciones del egomoramiento. Papá y Mamá siempre condicionaron su amor a cambio de que su hijo hiciera lo que ellos pensaban que estaba bien para él. Si su hijo no se “portaba bien”, siendo portarse bien una construcción social acorde con sus propias expectativas, entonces amenazaban con retirar su “amor”, ya sea que ese amor se transmitiese en palabras, dinero, carro, universidad, abrazos, etc. Esta sensación de amor basada en el miedo, es decir, te quiero sólo si satisfaces mis expectativas ególatras, se constituyó en una de las primeras enseñanzas sobre el amor que aprendemos en la vida. El amor sólo tiene sentido si ese intercambio de expectativas es justo, de lo contrario empieza a degradarse.



Una vez que nos graduamos de la escuela familiar del amor, empezamos a experimentar el trauma romántico en nuestra vida académica. Topamos con el magnánimo reto de no sólo tener que agradar a nuestros padres, sino que también a una telaraña de adolescentes precoces que vienen a poner en práctica sus lecciones de manipulación paternal y/o maternal y ofrecen la inclusión en su red vincular a cambio de que se cumplan sus expectativas.



Finalmente, la testosterona se hace cargo de llevarnos hacia la atracción de una pareja en la que vamos a terminar de patentizar la tesis universitaria del egomoramiento. Vamos a dar peluches, cartas de amor, besos, abrazos, noches de éxtasis, caricias, cuidados, etcétera, etcétera. Todo como mercancías orientadas a obtener la aceptación y el placer personal. Agradar al otro es agradarme a mí, mis regalos tienen que agradarle y si no le gustan me resiento, porque mi expectativa es que su respuesta positiva hacia mis ofrendas me hagan sentir mejor.



Una de las grandes decepciones del amor egoísta viene cuando la pasión inicial de una relación intensa empieza a desvanecerse en la rutina. Desaparece nuestra utópica expectativa de que el otro continuara apretando el botón que desprende hormonas de placer por siempre, y entonces nos damos cuenta que la historia que nos contaron en la Universidad de la Vida no era del todo cierto. A la escuela de la idolatría amorosa le faltó el curso de la decepción. Esa decepción que puede devenir en un círculo vicioso a lo largo de nuestras vidas sólo porque no sabíamos que para que el otro nos satisfaga eternamente tiene que ser una copia al carbón de nuestro propio yo. Y como eso no existe, como cada quien tiene su propio mundo, entonces la decepción en el egomoramiento es ineludible.



La forma en que manifestamos los celos, el enojo, la frustración en nuestras relaciones es un reflejo de que el espejito de blancanieves no contestó la pregunta sobre nuestra belleza en la forma en que queríamos. Nada es tan sincero como la vida misma. Nuestras vanas ilusiones son atropelladas por el curso perfecto del universo y allí es donde el sufrimiento se vuelve una constante en nuestra historia amorosa. La persona egomorada está dormida. No sabe que no está enamorada, no sabe que el amor en su concepción más primitiva es un juego donde el Yo tiene el primer lugar. El otro sólo es un instrumento para alimentar la fantasía de que somos el centro del universo. El otro sólo es un relleno a ese vacío constante que deja el miedo infundado en nuestras venas por años y años de amor condicionado.



El verdadero amor debe de trascender sus ansias pretéritas de ser un transmisor de nuestro propio Yo a otras generaciones. El verdadero amor debe de buscar nuevos rumbos y salirse del bosque de la búsqueda incesante de placer personal para evolucionar a otras formas de trascendencia. Para dejar de estar egomorados es preciso que por nuestro propio Ego, soltemos un poco nuestra obsesión por nosotros mismos.



El verdadero amor se nutre del descubrimiento de que amar entrañablemente, desinteresadamente, incondicionalmente es una muestra de que en el otro, hay algo más de nosotros de lo que creemos.



¿Estás egomorado (a)?



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